viernes, 26 de junio de 2009

de memoria... como el elefante


Hay un artista que dibuja con tiza en la vía pública. Tiene su propio programa en el cable, viaja por todo el mundo haciendo sus dibujos y es muy famoso. En cierta ocasión estaba dibujando en Los Ángeles, cuando se le acercó una mujer y le regaló una “dona” gesto al que él respondió “gracias es algo que jamás olvidaré”.
Es cierto esas cosas nunca se olvidan… y no es que uno sea un muerto de hambre, pero en determinados momentos esas cosas se te graban. Por ejemplo, todavía me acuerdo de Valeria.
A fines del año 2000 había renunciado a mi trabajo en un hipermercado y comencé a trabajar en una remisería en Tortuguitas, eran más horas pero también más dinero… con mi habitual buena fortuna resultó que la clausuraron a los dos meses.
Ya en enero encontré un maravilloso anuncio en el diario ¡Prometía ingresos por $2500! Así que me presenté. Fui entrevistado, seleccionado, entrenado y pseudo-contratado, todo en una sola entrevista. La empresa era una de esas que cambian de nombre con frecuencia y solo conservaban la sigla. No recuerdo bien los nombres del supervisor ni de algunos compañeros. Basta citar algunas partes de sus currirulum: Juan, que antes de dedicarse a eso hacía estafas con cheques. “El Turco”, que tenía una colección de monedas romanas robadas de no sé qué museo. Un tal Pedro… de Pedro solo recuerdo lo mal que me caía. El primer mes de trabajo fue en Chivilcoy, vendiendo cursos de computación casa por casa.
Viajábamos los lunes de madrugada y regresábamos los viernes por la noche. En ese tiempo vendí 3 cursos. Bastante bien para un novato. Nos dieron dos días de descanso y me dijeron “Bien Solís, venís a Río Grande con nosotros”.
La gente de Río Grande es muy amable. En la mañana, cuando iba timbre a timbre anunciando la buena nueva de los cursos como si fuese un testigo de Bill Gates, los vecinos me saludaban y me ofrecían todo tipo de hospitalidades. Había una vieja que siempre me estaba esperando en el umbral con un platito de galletitas o bizcochuelo caseros.
El trabajo era simple: por la mañana, recorrer una zona casa por casa buscando posibles clientes; al mediodía volver a las casas de los interesados y por la noche, por tercera vez visitar a esos clientes, inscribirlos y cobrarles la matrícula. Uno de esos mediodías una víctima, me invitó a almorzar un exquisito guiso de cordero.
A la semana de estar ahí me di cuenta de que no podía con el trabajo, me parecía una estafa. De todos modos ya había vendido 8 cursos. Tardaron dos semanas en descubrir que en vez de ir a realizar entrevistas comerciales iba a pasear a conocer lugares y sobre todo personas.
Un sábado fui con la familia del almacenero a un picnic en el Cabo San Pablo y hasta conocí el barco Desdémona, que estaba encallado desde hacía 40 años, cuando el Capitán trató de hundirlo después de que la compañía para la que trabajaba le ordenó abandonarlo y hundirlo con tripulación y todo para cobrar el seguro, el relato dice que hizo bajar a todos y antes de suicidarse le hizo un gran agujero al casco debajo de la línea de flotación.
Me descu-despidieron un viernes durante el desayuno.
La acusación fue lapidaria: “estas dibujando entrevistas, ya no trabajas con nosotros”. Perfecto junto mis cosas y me voy, dije. Eran las 8 de la mañana cuando empecé a armar los bolsos después de un sanguche y un té. A eso de las 9:30, cuando se disponían a salir a recorrer la zona de caza me sacaron del departamento. Los supervisores también salían y como no trabajaba más con ellos ya no era confiable. Me llevaron a la terminal de micros y me dejaron ahí mientras iban al banco a sacar dinero para mi boleto. Cuando volvieron a las 12, el micro ya había salido, y el próximo partía un día después. Decidieron que mis ventas alcanzaban para pagarme el viaje en avión a Buenos Aires. Lamentablemente cuando llegamos al aeropuerto nos enteramos de que el avión se había ido a las 11. Me dieron el boleto para el próximo que salía a las doce de la noche y me dejaron en el aeropuerto.
Dijeron que no me podían dejar en la ciudad porque probablemente usaría mis conocimientos para estafar a sus clientes, se ve que esas cosas eran comunes en ese ambiente.
Ahí estaba yo, a miles de kilómetros de mi casa, sin nada en los bolsillos, excepto por un par de pelusas, sin comida y a doce horas de mi vuelo. Al principio no me importó mucho, pero a las cuatro de la tarde el bagre empezó a picar. Estaba en el primer piso del aeropuerto, donde funcionaba el bar. A las 5 subió una chica que se puso a ordenar las mesas y las sillas, mientras yo escribía o dibujaba. Su tarea la fue acercando y cuando tuve que dejar la mesa me preguntó qué estaba haciendo ahí; le conté mis últimos dos meses y seguí en lo mío (nada). Estaba de espaldas a la barra del bar, así que no la vi acercarse con el café con leche y las medialunas hasta que los puso en la mesa. No creo que alguna vez me olvide de Valeria.

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